Descubriendo la Palabra de sabiduría
Como adolescente podía comer cualquier cosa y nunca ganaba ni un kilo. Sin embargo, como adulto, me encontré engordando, hasta que pesé 23 kilos más de lo que pesaba durante la escuela secundaria. Mi trabajo como miembro de la facultad de la Universidad de Brigham Young (BYU) involucraba en su mayoría estar sentado en un escritorio o de pie haciendo clases. Lo que condujo a problemas físicos. A los 40 años, correr e incluso caminar producía dolor en mis rodillas, lo que redujo aún más mi nivel de actividad. Sin embargo, acepté esta reducción de actividad física y la ganancia de peso como parte del proceso normal de envejecimiento. No me preocupé mucho al respecto. Hacía ejercicio moderado y consumía una dieta relativamente alta en harina refinada, azúcar, productos lácteos y carne, era lo que me habían enseñado que era la “buena comida.”
Cuando estaba en mis cuarenta y cincuenta, compañeros de la escuela secundaria, universidad, o miembros de mi familia de mi edad, que habían sido jóvenes sanos e incluso deportistas, de vez en cuando aparecían en los obituarios—por lo general víctima de un ataque al corazón, derrame cerebral, o cáncer. Asimismo, entre los que todavía estaban vivos, me di cuenta de un número significativo que estaban (en sus propias palabras) “más lentos, más gordos y estúpidos” y aceptaban estos cambios indeseables como inevitable.
A comienzos de mis años cincuenta, empecé a cuidar a mi madre, que (al igual que muchas personas de su época) nunca habían participado en serio ejercicio físico o consumido alimentos muy saludables. Ella nos crió con la dieta estándar americana—pan blanco, hamburguesas, mortadela, huevos, leche y papas con salsa, con pequeñas porciones de acompañamiento de guisantes (arvejas o chicharos), judías verdes (porotos verdes o ejotes), o maíz cubierto con mantequilla. De hecho, ella untaba mantequilla en casi todo “para que se pudiera tragar.” No debería haber sido ninguna sorpresa que tenía el colesterol alto, presión arterial alta, y baja energía-en especial al entrar en sus setenta. Ella sólo quería sentarse en su sillón reclinable y “guardar su fuerza.” Durante los años que siguieron, ella sufrió una serie de mini-accidentes cerebrovasculares (causados por obstrucción de las arterias en el cerebro). Su demencia vascular le robó sus poderes mentales. Una Navidad, ella sufrió un ataque al corazón, que la dejó débil incluso después de que los cardiólogos colocaron un stent (endoprótesis vascular) en la arteria coronaria obstruida. Después de eso siguió la insuficiencia cardíaca congestiva, cáncer de mama, diabetes y otras enfermedades que no la mataron, pero la privaron de tener una buena vida, cansaba a su marido, gastó sus ahorros ganados con sacrificio, y agotaron a su familia que tenía que cuidar de ella, como yo lo hacía. Ella declinó lenta y tristemente a través de una década.
El cuidado de mi anciana madre a través de sus años de decadencia fue una vida dura, pero una valiosa lección para mí. A veces, ella señalaba con el dedo y me decía: “¡ya vas a ver; tu turno ya viene!”, como si lo que ella estaba sufriendo en su vejez era mi inevitable destino. Yo sinceramente esperaba que estuviera equivocada y me comprometí a hacer todo lo que esté en mi poder para mantenerme activo y saludable lo más que pudiera, para seguir siendo independiente y productivo en mis años de vejez, evitar el dolor y el gasto a mi familia que viene con el proceso de envejecimiento que muchos americanos en la actualidad han llegado a aceptar como “normal”.
Cuando tenía 53 años, me inscribí en el programa de salud “Y-Be-Fit” de BYU y me hice un examen físico y análisis de sangre. Me sorprendí al encontrar que mi cuerpo era “obeso” y que mi nivel de colesterol (220) estaba en el rango de “riesgo moderado”. Peor aún, cuando empecé a hacer ejercicio más en serio, mi colesterol obstinadamente se mantenía en niveles poco saludables, a más de 200. Comencé a tomar los medicamentos con estatinas, pero mi nivel de colesterol aún se mantuvo entre 170 y 180, que estaba lejos de ser ideal y me hizo pensar que tal vez la predicción sombría de mi madre se haría realidad.
Poco después de cumplir 60 años, me topé con un libro titulado Más Joven Cada Año (Younger Next Year) por Chris Crowley y Henry Lodge, MD. Explicaba que muchas de las principales causas de muerte en nuestra moderna sociedad occidental (enfermedad cardíaca, accidente cerebrovascular y cáncer) son atribuibles en gran parte al estilo de vida. Citaban resultados de investigaciones que determinaron que el 70% de lo que creemos que es el envejecimiento normal es “opcional.” Decidí que era hora de cambiar mi estilo de vida.
Poco después, un amigo de mi barrio en la iglesia (congregación), que enseña educación física en la Universidad de Brigham Young, dio una lección a nuestro grupo de sumo sacerdotes sobre la epidemia de obesidad en Estados Unidos y sus costos financieros astronómicos, físicos y sociales que afectan nuestra sociedad. Este buen colega y hermano también me presentó a Tenedores Contra Cuchillos (Forks Over Knives), un documental que explica la investigación del Dr. T. Colin Campbell y el Dr. Caldwell B. Esselstyn, Jr., y que concluye que una dieta de alimentos integrales a base de plantas puede reducir o incluso prevenir muchas de las enfermedades de estilo de vida que causan tanta muerte prematura, enfermedad y sufrimiento en nuestra sociedad. Me sentí atraído por la conexión entre los resultados básicos de Campbell y el trabajo de Esselstyn, y los aspectos positivos de la Palabra de Sabiduría—el consumo de granos, frutas y verduras en abundancia y de carne con moderación (aunque sin siquiera mencionar la leche y los huevos como fuentes de alimentos).
Por ese época, un sábado yo fui al supermercado Costco y vi a un promotor de Vitamix (compañía que vende licuadoras) preparar un “batido verde.” Estaba delicioso, sin mencionar saludable. Ya teníamos una Vitamix en casa, así es que fue simple empezar a usar esta licuadora para hacer sabrosos y saludables batidos verdes y naranjas (de espinacas, zanahorias, col, manzana, plátano, piña, etc.), que me tomaba dos veces al día. Al mismo tiempo, dejé de comer carnes y productos lácteos y aumenté mi consumo de cereales integrales y legumbres. Los padres de mi esposa eran inmigrantes de Japón, por lo que ella tuvo el placer de añadir más verduras al estilo japonés a nuestras comidas.
Cuando cambié mi dieta de esta manera, sucedió algo asombroso. Mi peso, que había sido tan resistente al cambio, comenzó a bajar. En un par de meses, había perdido casi 7 kilos, pero cuando llegué a mi peso “ideal” (de acuerdo a las tablas) para mi estatura y mi BMI (índice de masa corporal) estaba justo en el medio del rango “normal” (21), dejé de bajar. Allí permaneció durante muchos meses, siempre y cuando me seguía la dieta de alimentos integrales basados en plantas. Sin embargo, si me relajaba, y regresaba a mis viejos hábitos alimenticios, mi peso subía. La mayor parte de estos dos últimos años, me complace informar que mi peso se ha mantenido cerca del “ideal”.
Así como mi peso bajo, lo mismo fue con mis niveles de colesterol. Como había mencionado, durante casi veinte años, mi colesterol total había estado muy por encima de 200 (y alcanzó hasta 239) casi cada vez que se midió. Estar en la categoría de “riesgo moderado” no era muy reconfortante. Sin embargo, al cumplir 50 años, mi nivel de colesterol alcanzó nuevas alturas (240-260), poniéndome en la categoría de “alto riesgo”. La terapia con drogas estatinas me bajó mi colesterol, pero todavía no era ideal. Sin embargo, cuando cambié a una dieta de alimentos integrales basados en plantas, finalmente llegué a mi meta de (<150) los niveles de colesterol “ideales”. Un análisis de sangre reciente informó que mi nivel de colesterol es de 130.
También puedo informar que desde que cumplí 60 años he tenido más energía y menos enfermedades que anteriormente. Además de correr para hacer ejercicio, empecé a correr por diversión. Al principio, corría maratones de 5K, era todo lo que podía. En el año 2012 (a los 62 años) corrí mi primera maratón de 10K y me sorprendí a mí mismo, al ganar el trofeo en el primer lugar en mi categoría. En el año 2013 corrí una media maratón. Y desde que cumplí 60 años, he participado en tres triatlones, ganando una medalla de bronce, plata o de oro en mi categoría cada vez que he participado. ¡No está mal para alguien que renunció a correr veinte años antes a causa de dolor en la rodilla! Pero yo no corro para ganar medallas. Aunque estoy cansado al final de cada una de estas carreras, siento alegría y sentido de logro en simplemente completarlas. Veo cada éxito como un cumplimiento de la promesa de la Palabra de Sabiduría que los que la guardan siguiendo “lo que no tienen hacer”, y también “lo que tienen hacer” Dios promete, “y correrán sin fatigarse, y andarán sin desmayar”(D & C 89:20).
Lynn Henrichsen, 63 años, es profesor de Lingüística e Inglés en la Universidad Brigham Young. Él y su esposa viven en Provo, Utah, E.E.U.U. Tienen cuatro hijos y diez nietos. Posee un doctorado en educación y ha estudiado ocho idiomas, trabajado o visitado 26 países, y ha enseñado a estudiantes de más de 60 países.
Descubriendo la Palabra de sabiduría
Texto traducido por Romina Uceda (Octubre, 2014)
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